5.1. Las obsesiones ambientalistas

Treinta y cinco años de profecías incumplidas

Entre los componentes más combativos del movimiento antiglobalista está el ambientalista. No todos los ambientalistas son antiglobalistas, pero prácticamente todos los antiglobalistas son ambientalistas. Está enraizada en ellos la convicción de que la globalización, en la medidad en que extiende a todo el planeta la productividad de la economía de mercado y el estilo de vida de las sociedades industrializadas, representa un atentado mortal a los equilibrios ambientales. Una buena expresión de esta lógica se puede encontrar en The Living Planet 2002, el informe del WWF, World Wildlife Fund, sobre la evolución de los equilibrios ambientales en el planeta, que se concluye con la lúgrube profecía del “fin del mundo” en 2050 si la marcha actual del consumo de energía y recursos por parte de los seres humanos perdura. Los cálculos de los expertos de la organización se basan en un método de medida llamado “impronta ecológica”. La impronta ecológica sería la cantidad de hectáreas del planeta “biológicamente productivas” que cada persona consume anualmente, y es una unidad de medida inventada por un tal Mathis Wackernagel, americano dirigente del instituto Redifining Progress, de Oakland, California, y coordinador de otro ente ambientalista en Méjico. La impronta ecológica estaría dad por la suma de seis componentes: la superficie de tierra cultivada necesaria para producir los alimentos, el área de pasto necesaria para los productos animales, la superficie forestal necesaria para producir madera y papel, la superficie marina necesaria para producir peces y frutos marinos, la superficie de tierra edificada y la superficie forestal necesaria para absorber las emisiones de anhídrido carbónico. En su informe, el WWF define la impronta ecológica como “la tierra y el agua biológicamente productivos necesarios para producir los recursos consumidos y para similar los residuos generados por una cierta población utilizando las tecnologías predominantes”. Según el WWF las hectáreas del planeta “biológicamente productivas” son 11.400 millones, y en el 2050, con una población de más de 9.000 millones de personas, no quedarán de media más que 1,2, per cápita. Explotar una cantidad superior a ésta, vivir como si el planeta tuviese más, querría decir que no se da tiempo al planeta para regenerarse y, por ello, destruirlo. Esto estaría en realidad sucediendo ya en medio planeta desde los años ochenta, y particularmente en algunos países: en EE.UU., donde la impronta ecológica sostenible sería de 5,8 hectáreas per cápita al año, y, sin embargo, se consumen 9,6; pero también en China, donde el consumo es de apenas 1,6 hectáreas, pero la “impronta” sostenible, frente a su numerosísima población, al mayor del planeta, no supera 1,1 hectárea.
No se trata ciertamente del primer documento ambiental-catastrofista que alcanza gran difusión. El final del mundo ya fue anunciado en el pasado. En 1968 apareció “la explosión demográfica” del ecólogo Paul Ehrlich (Salvat, 1993), donde se leía que “en los años setenta centenares de millonesde persona morirían de hambre. Un colapso de la civilización será seguido de carestías catastróficas, epidemias y probablemente una guerra termonuclear. Entre 1980 y 1989 una terrible carestía exterminará 65 millones de americanos”. En 1972 los científicos del Club de Roma en un informe conocido como “Los límites del crecimiento” afirmaban la necesidad de imponer “el crecimiento cero” tanto a nivel demográfico como económico para impedir el agotamiento de las fuentes de energía y el “ocaso” del planeta, que sería catastrófico a mitad del siglo XXI. Desde entonces la población mundial ha pasado de 3.800 millones de personas a 6.200, mientras en el mismo tiempo la esperanza de vida al nacer crecía de 60 a 66,7 años, la mortalidad infantil entre los menores de 5 años descendía del 151 por mil a 81 por mil (sólo en los PVD – países en vías de desarrollo de 166 por mil a 90 por mil) y los hambrientos descendían de 900 a 800 millones; el precio del petróleo ha conocido altas y bajas pero no suficientes como para poner de rodillas a la economía (actualmente es de 60 dólares el barril, en 1979 tocó los 41), y cinco metales estratégicos como el cromo, níquel, estaño, tungesteno y cobre cuestan menos hoy que en 1980. El Club de Roma anunció que, a niveles de consumo de 1972, el oro se habría agotado en 1981, el mercurio en 1985, el estaño en 1987, el zinc en 1990, el petróleo en 1992 y el cobre, el plomo y el gas natural en 1993. Nada de esto ha sucedido, e incluso para la mayor parte de los minerales mencionados la srservas son hoy mucho más abundantes que hace 30 años.
Otro ente ambientalista suministrador de profecías apocalípticas es el Worldwatch Institute del estudioso americano Lester Brown, que desde 1984 publica anualmente el informe “El estado de la Tierra”, considerado acreditado y muy mediatizado. Estudiosos del Cato Institute, un centro de estudios estadounidense liberal-conservador, han demostrado que todos y cada uno de los 17 informes anuales del Worldwatch contienen previsiones negativas que después no se han cumplido.

El sostenimiento del desarrollo depende de la tecnología disponible

¿Por qué las prediciones catastrofistas de Ehrlich, del Club de Roma y de Lester Brown han fallado y la súltimas del WWF no tendrán, para fortuna nuestra, un final distinto? Por que parten de un concepto equivocado de recurso: entienden “los recursos” como una cantidad fija, mensurable de una vez por todas. Pero no es así, porque el concepto de recurso no es definido por la naturaleza, sino por la tecnología que puede ser utilizada para transformar una determinada entidad natural en recurso. Esto significa que los recursos están en peligro de agotamiento y el ambiente corre el peligro de degradación en una sociedad estática, mientras su disponibilidad crece con el tiempo y el ambiente puede ser conservado e incluso mejorado en una sociedad dinámica. En otras palabras: en las sociedades industriales los recursos, por principio, no disminuyen, sino que aumentan con el tiempo, incluso si el número de consumidores y la cantidad de los consumos crecen. Antres de la invención del motor de explosión, el carbón y el petróleo no eran casi recursos, en cuanto que estaban muy poco explotados. Lo mismo ocurría con el uranio antes del descubrimiento de la energía nuclear. Cuando, en una veintena de años, sea de uso común el motor de cámaras de hidrógeno, uno de los elementos más comunes en la naturaleza se convertirá en un recurso energético nuevo, prácticamente inagotable y con una tasa de contaminación nula. El “sostenimiento” del crecimiento demográfico y económico es, pues, un concepto relativo: en la época prehistórica, cuando el hombre vivía de la caza y de la recolección, eran necesarios 15 kms2 de superficie terrestre para garantizar el sostenimiento de un solo ser humano; aunque el consumismo fuese inexistente y el crecimiento económico imperceptible, el mundo no habría podido albergar más de 15 millones de habitantes. Hoy, por el contrario, acoge una cantidad 400 veces mayor, en condiciones mucho mejores y explotando mucho más eficazmente la energía a disposición: admitiendo que las medidas del WWF sean dignas de atención, un estadounidense explota hoy una superficie casi 30 veces inferior a la de un hombre prehistórico para llevar una vida más confortable. La diferencia la crean las tecnologías disponibles, que no son las mismas de hace 12.000 años. El mismo concepto de “impronta ecológica” lo admite implícitamente, cuando habla de “tierra y agua biológicamente productivas… utilizando las tecnologías predominantes”: renovadas las tecnologías, también la medida del sostenimiento ecológico deberá ser modificada hacia arriba. Pero la stecnologías se renuevan sólo en las sociedades con economía de mercado, en las que la competencia estimula la investigación. En las sociedades tradicionales y en las sociedades de planificación centralista, dentro de las cuales la competencia económica está prohibida y el proceso económico está rígidamente controlado, la innovación tecnológica es mínima y, por consiguiente, el impacto ambiental de las actividades humanas mucho más peligroso que en las sociedades avanzadas. En los países del bloque comunista, después de la caída del Muro de Berlín se han descubierto tasas de contaminación ambiental de 10 a 100 veces más altas que en las áreas industriales dela Europa occidental; era el efecto de la utilización de tecnologías obsoletas, no sometidas a la evolución constante que impone la economía de mercado. En las sociedades tradicionales el subdesarrollo ha provocado catástrofes ecológicas desde la desertifiación de la Isal de Pascua entre los siglos IX y XV a la de vastas áreas del Sahel africano que causó el desplazamiento de grandes poblaciones en los años setenta y ochenta del siglo XX. El pastoreo y la agricultura tradicional requieren amplias superficies y la apertura al cultivo siempre de nuevos terrenos, debido a la baja productividad por hectárea.
De esto deriva la diferente evolución de la deforestación en el norte y en el sur del mundo: el WWF y otros organismos ambientalistas lanzan regularmente alarmas sobre la desaparición de los bosques, pero la verdad es que las superficies de bosques se están extendiendo en el hemisferio boreal, donde están concentrados los países ricos industrializados, y se están restringiendo en el hemisferio austral, donde está concentrad la mayor parte de los países pobres. Mientras la superficie de los bosques tropicales está disminuyendo a una tasa del 0,45% el año según los datos de la FAO (y no al ritmo del 1,5% o hasta del 4,6%, como pretenden el WWF y el Worldwatch Institute en varios de sus informes), en los últimos 40 años el volumen de los bosques en Europa ha aumentado el 43% según los datos del Instituto Europeo Forestal, y en los Estados Unidos hay una mayor cobertura de bosques hoy que en tiempo de Cristóbal Colón. Desde 1981 en adelante, el hemisferio al norte del paralelo 40 (Nueva York – Madrid – Pekín) está cada vez más verde. Mientras que la economía de los países pobres cuente con la agricultura de susbsistencia, la venta de madera preciosa al exterior y con la utilización de leña y cisco para los usos domésticos, los bosques continuarán desapareciendo más rapidamente de cuanto pueden ser reproducidos. Pero donde la agriculura son más productivos, los bosques abatidos por razones comerciales son preplantados y para la energía se recurre a fuentes diferentes de la leña del bosque, los árboles son más numerosos que hace cincuenta años. Y el balance global acaba por ser positivo: según el Fao Production Yearbook los bosques cubrían 3,5 millones de hectáreas de terreno en el mundo en 1949, que a mitad de los años noventa se habían convertido en 4 millones.
Otro ámbito donde el factor progreso tecnológico muestra todo su relieve es el de la contaminación atmosférica por polvos en los centros urbanos. Hasta hace algún decenio, el esquema del desarrollo clásico preveía que en la fase inicial de industrialización, cuando los países pasan de la extrema pobreza a una renta media, la contaminación atmosférica (principalmente de anhídrido sulfúrico y de emisiones de gases contaminantes) aumentase hasta un pico muy alto, para después bajar hasta un nivel próximo al predominante en la fase pre-industrial cuando la renta se ha hecho muy alta. A partir de los años ochenta, la “campana” que muestra al subida y después la bajada de la contaminación en correspondencia con el aumento constante de la renta per cápita es mucho más baja: entre los picos de la emisión de gases contaminantes de 1986 y los de 1972 hay uan diferencia del 25% menos, entre los del anhídrido sulfñurico en los mismos dos años la diferencia es hasta del 60%. ¿Por qué esta mejoría? Por la disponibilidad de tecnologías menos contaminantes, que los PVD adquieren de los países avanzados: el progreso costará menos en términos de salud a los chinos del siglo XXI que lo que ha costado a los habitantes del Londres y de Manchester en el siglo XVIII.
Planteadas estas premisas, es posible mirar de modo distinto algunas cuestiones de relevancia ambiental que el movimiento antiglobalización agita para denunciar los daños que la civilización moderna, cuya expresión última es la globalización, estaría infligiendo a los equilibrios ecológicos del planeta. Las tres más emblemáticas parecen ser la cuestión demográfica, los OGM y el llamado “calentamiento global”.

La cuestión demográfica

El filón del pensamiento maltusiano-ambientalista, que goza dentro del movimiento antiglobalista de insospechables apoyos (baste pensar que Paul Ehrlich ha sido citado como “ecólogo acreditado” en las páginas de Mani Tese, revista italiana de la homónima asociación tercermundista de inspiración cristiana muy comprometida dentro del “bloque rosa” de los antiglobalistas), afirma que la tierra está superpoblada respecto a sus recursos y que el crecimiento económico y del consumo producido por la globalización no hace más que agravar la situación. Hay que frenar por eso lo más posible los nacimientos y parar el consumo.
Esta posición procede de una serie de presupuestos erróneos, a saber: que esté en curso una explosión demográfica, que haya un nexo entre pobreza y cantidad y/o densidad de población, que los recursos sean actualmente insuficientes y el crecimiento del consumo sea insostenible. Ninguno de estos presupuestos puede ser demostrado, pero en casi todos los casos es demostrable lo contrario. No está en curso ninguna explosión demográfica. Actualmente la población mundial continúa aumentando 70-75 millones de unidades al año, pero la tasa de incremento es siempre más baja y las tasas de fecundidad (número de hijos por mujer en edad fértil a lo largo de su vida) están en constante disminución: a pesar de que la población mundial sea hoy el doble de la de hace cuarenta años (6.200 millones de habitantes frente a los 3.100 millones de 1962), estamos asistiendo a la mayor ralentización demográfica de la historia. Pocos decenios más, y todo el mundo conocerá las bajísimas tasas de fecundidad de Europa occidental, que no es ya capaz ni siquiera de reemplazar una generación con otra y está ya encaminada a la disminución del número absoluto de habitantes.
Nuestro planeta ha tocado la más alta tasa de incremento demográfico de sus historia en el período 1965-70, cuando la población aumentó en una tasa anual del 2,1%, pero desde entonces esta tasa ha disminuido siempre: en el peíodo 1975-80 había bajado al 1,8%, hoy es igual al 1,2% y en el 2013 bajará por debajo del 1%; en el 2050, con una población mundial prevista de 9.300 millones de personas, la tasa de crecimiento será apenas del 0,4%. La población mundial parace, pues, dirigirse hacia un equilibrio demográfico estable, que debería ser alcanzado en torno al 2100 y oscilar entre los 10.000 y 11.000 millones de habitantes.
Esta desaceleranción hacia el “crecimiento cero” – que ha seguido a la mayor aceleración demográfica conocida – encuentra su causa directa en la disminución de las tasas de fecundidad, es decir, en el número de hijos por mujer. Tales bajas han descendido por primera vez por debajo del nivel de reemplazo generacional, es decir, por debajo del “crecimiento cero”, que está representado en un valor de 2,1 hijos por mujer, en los países industrializados en el intervalo entre las dos Guerras Mundiales. Fue un fenómeno temporal, que, sin embargo, se presentó de nuevo y se hizo estable a partir del final de los años sesenta. Hoy casi la mitad de la humanidad (eol 44% de todos los habitantes del mundo) vive en países con una tasa de fertilidad inferior al umbral del “crecimiento cero”: que no son sólo los de Europa occidental, de Norteamérica y de Japón, sino también PVD como la inmensa China (1.261 millones de habitantes y una tasa de fertilidad de 1,8 hijos por mujer), Tailandia, Taiwán, Cuba, Túnez, etc. Todavía tres-cuatro años como máximo y en el club entrarán grandes países como Brasil, Irán y Turquía. En los PVD tomados en su conjunto la fertilidad ha descendido de 6 hijos por mujer en 1970 a 3 hijos por mujer hoy. Sólo en África sub-sahariana, que cuenta con 600 millones de habitantes, la disminución ha sido marginal: de una fecundidad de 6,6 hijos por mujer en 1960 a una de 5,8 hijos en 2000. Según las proyecciones del US Census Bureau, el ente nacional de EE.UU. para las cuestiones de población, en 2025 las tasas de fecundidad habrán descendido por debajo del umbral de reemplazo generacional en todas las regiones del mundo, excepto en el África sub-sahariana (donde deberá ser todavía de 3,76) y Oriente Medio, donde será 2,96. Históricamente la disminución de la tasa de fertilidad ha ido siempre al mismo ritmo de la renta per cápita, y no viceversa, como quisiera una corriente de pensamiento difundida sobre todo entre los comentaristas de prensa escrita: la población de Inglaterra y Gales (primer dato histórico sobre las evoluciones demográficas de que disponemos) ha aumentado el 280% entre 1800 y 1900, pasando, de 8,9 a 33,9 millones de habitantes, mientras entre 1900 y 1950 ha crecido sólo el 30,1% llegando a 44,1 millones. Todo esto ha ocurrido sin necesidad de campañas de planificación familiar, sino sencillamente por la fuerza del hecho de que una población que alardea de las mejores condiciones de bienestar, como los ingleses y los galeses del siglo XX respecto a los del XIX, opta espontáneamente por un número más bajo de hijos. La misma evolución se nota en un país como Japón: en 1925, cuando al esperanza de vida al nacer era de 41 años, la tasa de fecundidad japonesa era de 5,1 hijos por mujer; en 1987, con la esperanza de vida en 76 años, la tasa de fecundidad había descendido a 1,8. En los PVD que registran una tendencia a la disminución de la fecundidad está sucediendo lo mismo: en China, en India, en Bangladesh, en Irán, en Brasil, en Méjico, rentas per cápita más altas, mortalidad infantil más baja, esperanza de vida al nacer más alta, bienestar sanitario y pensiones empujan la natalidad hacia abajo.
En una sociedad rural basada en la agricultura para la subsistencia, por el contrario, donde los hijos representan el único capital e instrumento de trabajo, y donde por añadidura las tasas de mortalidad infantil son altas, una tasa de fertilidad responde a una racionalidad práctica difícilmente contestable; quien insista sobre los riesgos que tal proliferación humana está destinada a hacer recaer sobre el ambiente encontrará irritación e incredulidad; que pruebe a vivir sin hijos en una economía agrícola de baja intensidad y en países que no ofrecen garantías en lo que se refiere a asistencia y seguridad social, como son los africanos. En realidad, el cuadro de la situación es muy claro: allí donde las dinámicas económicas y culturales de la globalización llegan, la fecundidad es puesta bajo control, allí donde, como en África, la globalización se mantiene fuera de la puerta, la evolución demográfica corre el riesgo de producir superpoblación, es decir, una población mayor que los recursos disponibles (o lo que es lo mismo, que la capacidad tecnológica de esa sociedad para hacer frente a sus problemas).

Los OGM (Organismos Genéticamente Modificados).

Una de las batallas políticas que el movimiento antiglobalización considera más importantes es la batalla contra la producción y la comercialización de los OGM, los Organismo Genéticamente Modificados. Según los ambientalistas, éstos comportan únicamente males, los principales de los cuales serían: peligros desconocidos para la salud de los consumidores, daños incomensurables en el ambiente, subordinación del mundo de la producción agrícola a las multinacionales biotecnológicas. La única razón por la que son producidos y comercializados los OGM, afirman los ambientalistas antiglobalización, es la máxima obtención de beneficios por parte de las multinacionales, y no el interés público que saldría, según ellos, perjudicado bajo todos los puntos de vista. Se trata de una visión decididamente sectaria, que agiganta los riesgos y minimiza o ignora del todo las ventajas presentes y en perspectiva de las biotecnologías aplicadas a la producción alimenticia.
Comenzamos con los riesgos para la salud de los consumidores: éstos son no sólo en nada superiores a aquellos que se asumen al adquirir cualquier producto alimenticio en el supermercado o en la tienda de al lado de casa. Todo lo que se compra a los revendedores autorizados, ha sido sometido a prueba y a análisis de toxicidad por las autoridades competentes antes de ser puesto en el mercado. Los productos OGM son en todo semejantes a otros productos que llegan a nuestra mesa. Las fuentes de peligro de los alimentos – de cualquier alimento – pueden ser resumidas de la siguiente manera: a) riesgos debido a la toxicidad intrínseca de la planta o del animal; b) riesgos unidos a la presencia de mohos y bacterias provenientes del exterior, que afectan ante todo al vegetal pero que representan un peligro también para el consumidor; c) riesgos unidos a la presencia de residuos de pesticidas sintéticos.
Por lo que se refiere al punto a), es importante que casi todos los alimentos que ingerimos contienen sustancias mutágenas, cancerígenas o tóxicas. A menudo se trata de “pesticidas naturales” que la planta produce para defenderse de los insectos, bacterias, hongos y otros parásitos que la atacan. Cuando pensamos en alimentos tóxicos, pensamos en ciertos hongos, huesos de melocotón, o en una excesiva cantidad de cerezas que provoca dolores abdominales. Pero en realidad contienen sustancias cancerígenas también los productos de más amplio consumo, como ajo, albaricoque, naranja, banana, acelga, brécol, café, zanahoria, coliflor, coles de Bruselas, cebolla, hinojo, maíz, manzana, berenjena, miel, guindilla, pera, guisantes, tomate, pomelo, perejil, romero, apio, soja, té, uva, etc.: prácticamente todo lo que comemos. Si no enfermamos, es simplemente porque la dosis del componente tóxico es normalmente muy bajo, si no lo aumentamos con malos hábitos alimenticios o con el modo de cocción.
Estos riesgos son compartidos por OGM y productos “naturales” de la misma manera. Los OGM podrían ser más tóxicos que los productos “naturales” sólo si los bio-ingenieros decidieran transferir determinados rasgos génicos en sus productos, susceptibles de producir efectos tóxicos o cancerígenos: evidentemente las multinacionales biotecnológicas no están interesadas en esta hipótesis. Desde este punto de vista, más bien, los OGM son más seguros que los productos tradicionales. Un mito ha echar por tierra es que la comida no-OGM que llega a nuestras mesas sea “natural”: la mayor parte de ella, en realidad, es el producto de injertos y cruces entre variedades de plantas y animales, seleccionados por agricultores y ganaderos a lo largo de los siglos, o de mutaciones producidas con irradiaciones. En ambos casos, se trata de técnicas mucho más primitivas e imprecisas que la moderna biotecnología.
En los injertos y cruces tradicionales se mezclan secuencias enteras de ADN, se transfieren de una parte a otra una gran cantidad de genes de los que no se sabe nada, que van a colocarse en posiciones que no habíamos previsto, y todo esto para transferir de una planta a otra o de un animal a otro una sola característica. En la irradiación son “disparados” rayos X, gamma o UVA sobre una variedad vegetal para ver si consigue mutaciones genéticas apreciables. En Italia, por ejemplo, desde 1974 se consumen, con el más absoluto silencio de Verdes y Antiglobalistas, spaghetti y otra pasta producida con “Creso”, una variedad de grano duro obtenida mediante exposición a los rayos X: un auténtico OGM, pero producido con una técnica primitiva, que no permite saber cuántas y qué modificaciones han sido introducidas en la planta. La técnica actual permite transferir un solo gen, el que tienen la característica deseada, y colocarlo con precisión en el ADN del huésped: las nuevas características introducidas son inmediatamente apreciables, los riesgos de “sorpresas” sucesivas son mucho menores.
Por lo que se refiere a los mohos y a los pesticidas, los OGM son más seguros que los productos tradicionales, tanto biológicos como agro-industriales. La ingeniería genética intenta seleccionar variedades que no tengan necesidad de pesticidas de síntesis, que sepan defenderse por sí mismos contra parásitos externos. Por ello presentan menos residuos de pesticidas químicos, inevitablemente cancerígenos, que los que tienen los productos agro-industriales comunes; pero también menos micotoxinas (altamente cancerígenas) que las que se encuentran en los productos biológicos, fácilmente atacables por mohos y hongos. En cuanto a los riesgos de que los OGM desencadenen alergias alimenticias, hasta ahora siempre han sido anticipadas en laboratorio, y, por tanto, señaladas con tiempo a los consumidores.
Los OGM dañarían además el ambiente a través de dos caminos: aumentarían la resistencia de los parásitos y de las hierbas infestantes que causarían la muerte de insectos inocuos como las mariposas monarca. En realidad, el segundo fenómeno ha sido observado sólo en laboratorio, al obligar a la mariposa a comer el polen de una variedad de algodón transgénico, mientras el discurso sobre la “resistencia” es mistificador, porque existía antes de que fuesen introducidos los OGM: la agricultura moderna, con sus pesticidas de síntesis y sus variedades de selección extrema, favorece inevitablemente el nacimiento de cepas resistentes de parásitos y hierbas infestantes; con los OGM se plantea el mismo problema, y no cualquier cosa nueva y propia de ellos; más bien las técnicas OGM hacen más difícil el paso de los genes con características de resistencia de las variedades comestibles modificadas a las plantas infestantes.
En cuanto a la crítica según la cual los OGM crearían una dependencia de los agricultores de las grandes multinacionales, suena también a pretexto y a mala fe: ya ahora en las fincas agrícolas de los países avanzados que no utilizan semillas OGM el 90% de los factores de producción (semillas, piensos, fertilizantes, pesticidas, etc.) vienen del exterior, adquiridos a los grandes productores. Evidentemente porque los agricultores encuentran conveniente adquirir estos factores de producción, que les permiten mejorar el porcentaje de beneficio final. Más del 90% del maíz producido en Italia, por ejemplo, es un híbrido de origen americano: nuestros agricultores están “obligados” a comprarlo a dos multinacionales. Pero nadie piensa seriamente prohibir su importación en nombre de la “independencia rural”: los primeros en rebelarse serían justamente los campesinos italianos que lo utilizan. Incluso en este caso, los OGM no crean un cuadro de problemas totalmente inédito, sino que se insertan en los procesos y en las tendencias originadas en la agricultura moderna.
Lo que por el contrario callan regularmente los ambientalistas y los antiglobalistas son las grandes oportunidades que las biotecnologías ponen a disposición de la humanidad, aunque sólo en el ámbito de los OGM agro-zootécnicos. Ya el PNUD (el Programa de las naciones Unidas para el Desarrollo) y la FAO han admitido que podrían ser utilizados para la lucha contra el hambre en el mundo. Contra las predicciones de los profetas de la desventura como Paul Ehrlich, Lester Brown y el Club de Roma, la producción agrícola ha mantenido el ritmo del crecimiento demográfico mundial e incluso lo ha superado: hoy hay más comida a disposición per cápita que la que hubo hace 30 años, a pesar de que la población mundial haya aumentado 2.500 millones de personas. El número de hambrientos se ha reducido tanto en cifras absolutas (de los 900 millones de los años setenta a los 800 millones de hoy, es decir, del 30% de los habitantes de los PVD de entonces al 19% de hoy) porque gran parte del incremento de la producción ha tenido lugar en los países pobres: entre 1966 y 1999 la población de China ha aumentado el 65%, pero la producción de cereales ha crecido el 155%; en Bangladesh los dos datos en el mismo arco de tiempo han sido 102% y 104%, en India 88% y 170%, en Indonesia 83% y 247%. Cuando la actual productividad de maíz de un agricultor de EE.UU. se extienda a todos los campesinos del mundo, la producción estará en condiciones de dar de comer a 10.000 millones de personas utilizando la mitad de la superficie agrícola hoy cultivada. El resto podrá ser destinado a otras actividades humanas y a nuevos bosques, capaces de absorber las emisiones de CO2 que producirían el temido “calentamiento global”. Es un este nivel en el que los OGM entran en el discurso.
La humanidad puede en teoría hacer frente a las exigencias alimenticias de su futura población incluso sin OGM, pero deberá cultivar tierras que ahora están cubiertas de bosques e incrementar el uso de los fertilizantes y pesticidas químicos que tienen un fuerte impacto sobre el ambiente. El problema de las superficies destinadas a la agricultura es tremendamente serio: aumentarlas quiere decir favorecer la desertificación, el efecto invernadero, la destrucción de la biodiversidad, etc. Los OGM pueden resolver este problema, como demuestra el caso del “goleen rice”, el arroz transgénico enriquecido con vitamina A: resuelve el problema de las poblaciones cuya dieta es escasa en vitamina A porque no tienen suficiente tierra cultivable para cultivar algo que complete la dieta a base de arroz, su alimento base. Los OGM pueden resolver una larga lista de problemas tanto alimenticios como ambientales: por una parte aumentan el contenido proteínico o vitamínico del producto, por otra tienen necesidad de menos superficie cultivada para ofrecer altos rendimientos y de menos pesticidas y fertilizantes.
Además del “goleen rice”, los laboratorios biotecnológicos han puesto a punto variedades de arroz con rendimientos del 20% al 40% mayores que las actuales, enriquecidas con hierro y resistentes al virus RYMV que destruye el arroz africano, patatas dulces resistentes a los virus africanos y con un contenido de proteínas mayor del 500%, algodón resistente a los parásitos y con un rendimiento doble por hectárea, soja resistente a los climas fríos y a cualquier parásito, trigo que requiere un tercio de fertilizante menos, remolachas azucareras que requieren un 40% menos de herbicida, cerdos menos contaminantes, salmones que crecen más rápidamente, etc. Todo esto significa que los OGM ayudan al ambiente. Ellos, en efecto, reducen el uso de los pesticidas: en 2000 el uso de una variedad transgénica de algodón en los EE.UU. significa casi mil toneladas menos de herbicida pulverizado sobre los campos de algodón; la introducción de maíz transgénico entre 1996 y 1998 en los EE.UU. significa dos millones de acres menos de plantaciones rociadas de pesticidas. Ellos favorecen la reducción de las superficies cultivadas y, por tanto, la conservación del humus.
Por no hablar de las ventajas para la salud que derivarían de la producción de alimentos genéticamente modificados con el objetivo de prevenir enfermedades que van del cáncer a la esclerosis múltiple, de las afecciones cardiovasculares al herpes genital, etc. Los OGM pueden ser también utilizados como vectores de vacunas a precio muy bajo, con menos riesgos que los inyectables y sin necesidad de refrigeración: todas las características que los harían preferibles a las vacunas tradicionales en el Tercer Mundo. Los Verdes y los Ambientalistas conocen bien todas estas cosas, pero prefieren que el pueblo no las conozca.

El calentamiento global

El calentamiento global de la temperatura en el suelo del planeta, relacionado con la emisión a la atmósfera de gas con efecto invernadero producido por actividades humanas, es un fenómeno reconocido por la mayor parte de los científicos. No existe, sin embargo, unanimidad sobre la entidad del calentamiento que debería verificarse en el curso de este siglo: según los científicos del Intergovernmental Panel on Climate Change (IPCC) de las Naciones Unidas el incremento de temperatura oscilará entre 1,5 y 5,8 grados centígrados: una horquilla muy amplia. Las consecuencias del cambio climático serán notables y casi todas dañinas, sobre todo en los PVD. Asumiendo la hipótesis de un aumento de la temperatura de 2,5 grados en 2100 (la hipótesis más probable), se ha cuantificado en 5 billones de dólares el daño total a lo largo del siglo a causa de las inundaciones, las enfermedades, pérdidas en la producción agrícola, acontecimientos atmosféricos extremos, etc.
La globalización se pone en cuestión en la medida en que el aumento de las emisiones de CO2 (anhídrido carbónico) y otros gases de efecto invernadero a la atmósfera dependería de la creciente industrialización mundial y del alto nivel de consumo de todo tipo basado en la explotación de carbón e hidrocarburos, cuya combustión emite ciertamente grandes cantidades de CO2. Los ambientalistas y los antiglobalistas exigen, por tanto, de los gobiernos nacionales y del sistema industrial mundial una drástica reducción de las emisiones, y acusan de delito ecológico a los Estados Unidos y a la administración Bush por no haber querido respetar el único compromiso que hasta ahora la comunidad internacional había acordado sobre este problema: los Protocolos de Kyoto de diciembre de 1997. Con ellos los países industrializados se comprometían a reducir sus emisiones hasta el 2012 a un nivel inferior al 5% del registrado en 1990, mientras que a los PVD no se les ponían limitaciones. La aplicación de los Protocolos de Kyoto incluso por parte de los Estados Unidos, que es el país que por sí solo totaliza el 20% de todas las emisiones mundiales, es uno de los puntos irrenunciables de la agenda de los ambientalistas y de los antiglobalistas. Pero el coraje de tantos militantes merecería ser reservado para causas más serias que el tratado japonés. Porque las medidas decididas en Kyoto no resisten al análisis costes-beneficios. Veamos por qué.
Muchos modelos han calculado que la diferencia en menor incremento de temperatura entre la aplicación y la no aplicación de los Protocolos de Kyoto sería de apenas 0,15 grados. Lo cual, dicho de otro modo, significa que la aplicación de los Protocolos de Kyoto no hace más que retrasar seis años (del 2094 al 2100) un aumento de temperatura que de cualquier modo habrá. Esto significa que los países industrializados gastarán un mar de dinero (346.000 millones de dólares al año en 2010, y después cada vez más hasta alcanzar 900.000 millones de dólares en 2100) sin que la situación final mejore: la temperatura llegará donde habría llegado sin los acuerdos de Kyoto, sólo seis años más tarde, el mundo sufrirá de todas las maneras daños por 5 billones de dólares a causa del calentamiento global, y los países ricos habrán gastado en vano una cifra análoga. Mucho mejor que gastar tan mal los propios dineros, valdría la pena dedicar los recursos existentes al crecimiento económico, para hacer posible que se haga realidad uno de los escenarios del desarrollo humano planteado hipotéticamente por el IPCC: aquel en el que el crecimiento económico es tal que, manteniendo fija la cuota del PIB gastada para la defensa del ambiente que tenemos de media hoy, es decir, el 2%, en el 2100 la humanidad habría gastado a lo largo del siglo algo así como 18 billones de dólares en intervenciones ambientales. Con las tecnologías desarrolladas mientras tanto (motores de hidrógeno y otros recursos alternativos al carbón y a los hidrocarburos, plantas OGM capaces de capturar una mayor cantidad de CO2, encapsulación del CO2 en los estratos geológicos o en el fondo de los océanos) el problema del calentamiento global debería haber sido puesto bajo control en ese punto.


“Los mitos de la nueva izquierda”. Rodolfo Casadei

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