7.1. El hombre como humus pensante, como ser dependiente y al mismo tiempo guardián de la naturaleza

El ecologismo personalista equidista de ambas posiciones o, mejor dicho frente al reduccionismo que las caracteriza, destaca la tensión entre opuestos, la copulativa frente a la disyuntiva; en ello el problema ecológico responde al paradigma de la postmodernidad, tal como ha señalado, entre otros, Schumacher (1981, pp. 182 ss.) o S. Toulmin (en Rouner, p. 48). La relación entre hombre y naturaleza no debe ser de dominio incontrolado – nobleza obliga –, sino de cuidado y de diligente administración. La relación entre hombre y naturaleza no debe ser de exclusión: o uno u otra, sino de colaboración, de simbiosis, de cooperación. Moltmann, al hablar de la animación del cuerpo, (en Rouner, p. 137), ha recordado que la mentalidad ecológica así entendida tiene sus raíces en la medicina psicosomática, poniendo de relieve los contactos entre Jacob Von Uexkull y Víctor von Weizsaker. “El descubrimiento del todo físico-mental de las personas en la medicina y la aceptación de la experiencia corporal de sí mismo en la vida del individuo son movimientos hacia la visión ecológica de las personas” (p. 138). El hombre es cuerpo pero cuerpo personal.
En efecto, mientras que la mentalidad tecnocrática veía al hombre fuera y sobre la naturaleza y la deep ecology, reducido a la misma, el ecologismo personalista ve al hombre dentro de la naturaleza, dependiendo del resto de seres, pero al mismo tiempo dotado de una propia excelencia. Excelente, pero dentro de la naturaleza. Tienen razón los que presentan al hombre como un ser activo, capaz de crear más riqueza que la que consume, tal como hacen los economistas “revisionistas”, críticos con el neomaltusianismo.
Las bases del ecologismo personalista se contienen en los primeros versículos del Génesis, en los que se habla de que el hombre fue creado de la tierra al insuflarle Dios el aliento de vida, lo que lleva a la comprensión del hombre como cuerpo animado, como polvo enamorado, como humus pensante. “Si les quitas el espíritu mueren, y vuelven al polvo”, resume el salmo 104. Se subraya cómo el hombre fue creado por Dios del humus pero le dotó de un pensamiento capaz de cuidar lo real, y de hacerlo crecer y fructificar por el bien de la naturaleza y del propio hombre. La diferencia fenomenológica del hombre respecto al resto de la creación, procedente de esa imago Dei, radicaría por tanto en su intencionalidad, en su capacidad de proyecto. El hombre es superior al resto de seres corporales no pensantes o no personales, pero al mismo tiempo sigue dependiendo del entorno, d ela cadena trófica. De ello se hace eco Alexander Pope, en su Ensayo sobre el hombre (1733, cit. En Botkins), al afirmar que la gran cadena de seres se extiende desde el hombre a “bestia, ave, pez, insecto, que ningún ojo puede ver, y con cualquier eslabón de la cadena de la naturaleza que rompas, el décimo o el diezmilésimo, la cadena se rompe del mismo modo”.
El hombre depende de la naturaleza: es un ser heterótrofo dependiente e integrado en la cadena alimentaria (food Chain). Tomás de Aquino, seguido por Pieper, decía que el alma separada del cuerpo no puede ser considerada persona (1, 29, 1 ad. 5; 1, 75, 4 ad. 2). Pascal definió el hombre como caña pensante. De todos los seres vivos, es el hombre el que nace más inacabado, incompleto y necesitado de los otros, por lo que sólo se constituirá como tal gracias al cuidado. Por eso se ha dicho que el hombre es “biológicamente inviable, y sólo existencialmente viable” (A. Llano). De ahí que el animal tenga su vida determinada compulsivamente por los instintos, mientras que en el hombre éstos sólo condicionan su comportamiento pero de un modo no compulsivo y necesario. Lo que lleva a que el animal viva exclusivamente en el instante presente, sin recuerdo ni proyecto, mientras que el hombre tiene en cuenta estas dos dimensiones, y por ello puede distanciarse críticamente respecto al inmediato presente. Sobre ello existe un amplio consenso desde Aristóteles, a Bergson, Husserl, Minkowkski, Heidegger, Scheler y, dentro de la antropología, Von Uexhull, Minkowski, Buytendiijk (pp. 59-63). Por eso el hedonismo, al oponerse al control de los instintos, niega la diferencia cualitativa entre el hombre y el animal, y con ello elimina la posibilidad de fundamentar la dignidad humana y sus derechos. Resulta esencial insistir, pro consiguiente, en la dimensión personalista del ecologismo propugnado para diferenciarla de un posible humanismo ecológico o humanismo de la especie, que sería puramente naturalista y, por consiguiente, no valoraría suficientemente la dignidad de la persona. Este humanismo de la naturaleza es el de Feuerbach o Marx con su noción de Gattunswesen (sobre ello, Trigeaud, pp. 57 ss.).
El ecologismo personalista considera que la naturaleza está al servicio del hombre, dado que el hombre es el único ser capaz de proyectar, de decir no (Scheler), de conocer su finitud y su muerte, y de pensar (Pascal), es el único ser dotado de intencionalidad (Brentano, Husserl). No sobran recursos, pero tanto menos sobran seres humanos. Lo esencial no es la defensa de los derechos de los seres no humanos frente a los humanos, sino la garantía de condiciones de vida dignas para todos los seres humanos.
Sólo el hombre, por tanto, posee deberes u obligaciones debido a su doble condición de ser libre y ser dependiente. En la medida en que el hombre logra reducir su dependencia, por su abandono en el cuidado de Dios (Mt. 6, 31-33) su cuidado por los otros se hace más semejante al cuidado de Dios, en cuanto se convierte en un cuidado gratuito. En cuanto el hombre se hace más dependiente y menos cuidadoso del resto de seres, se hace más semejante a los seres infrarracionales, los depredadores. La vida es una cierta tensión entre dependencia y cuidado, entre miseria y grandeza, entre eros-thanatos y ágape.
Dios cuida del resto de los seres libre y gratuitamente, en cuanto que no depende de ellos. Los seres vivos no humanos dependen unos de otros pero no pueden cuidarse unos de otros en cuanto que no son libres. El hombre puede al mismo tiempo cuidar de los otros seres vivos en cuanto, semejante a Dios, es libre, pero su cuidado no es gratuito sino debido o responsable en cuanto que depende a su vez del resto de seres vivos. El hombre, por tanto tiene con la naturaleza una relación análoga a la que tiene Dios con el hombre, en cuanto trata de sacar lo mejor de sí: es lo que ocurre con la agricultura, con la horticultura (terra: quod teritur), con la domesticación de los animales. Éste es el origen de la cultura sin más. Pero se trata sólo de una analogía por lo ya apuntado: el hombre necesita de la naturaleza, incluso de aquella parte de la naturaleza que se escapa a su cuidado; como la naturaleza virgen, como los bosques, las selvas, y cuya misión se cumple con el puro dejar ser, que garantiza nuestro oxígeno.
Como señaló Goethe, la admiración por lo que está por encima del hombre no puede separarse de la admiración por lo que está debajo (la naturaleza), y de lo que está por encima (Dios), Wanderjahre (Ballesteros, 1985). El descubrimiento de la ética ambiental radica en la advertencia de la coincidencia entre la destrucción de la naturaleza por parte del hombre, y la propia destrucción del hombre por sí mismo. El hombre es también naturaleza, y por tanto, cuando destruye la naturaleza, se está destruyendo a sí mismo. De ahí que, por consiguiente, la función fundamental de la ética ambiental radique en que el hombre cobre conciencia de que debe proteger a la naturaleza para protegerse a sí mismo respecto de sí mismo. El hombre deberá protegerse de sí mismo, fijar límites a sus propias quimeras, dejar de creerse propietario del mundo y de la especie, admitir que no tienen más que su usufructo. Como recuerda Moltmann, la explotación ilimitada de la naturaleza procede del olvido de la noción de creación (pp. 27 ss.).
En esta misma línea Emerson, Thoreau, Whitman, Mumford y Spaeman defenderán la tesis de la interdependencia entre hombres y otras especies y ambiente y, al mismo tiempo, el deber de administración diligente por parte del hombre. Recientemente, Rifkin (pp.273 ss.) insiste en que “la administración exige a la humanidad que conserve y respete el funcionamiento natural del orden divino. El orden natural funciona según los principios de diversidad, interdependencia y descentralización. El mantenimiento sustituye a la idea de progreso, la administración sustituye a la idea de propiedad, y la preservación sustituye a la ingeniería”.
Especialmente significativa es la figura de Schumacher (1973), para quien la “ecologización” de la economía lleva precisamente a la proposición de algo”. Fórmula una doble crítica al productivismo de la megamáquina y al consumismo, estableciendo sus límites biológicos. El hombre es superior al resto de la creación, pero precisamente en cuanto conserva la vida en simbiosis con los otros seres humanos, con la naturaleza. Esta solidaridad implica sobriedad, proporciona serenidad frente al desenfreno desarrollista y conduce a la exigencia de la distribución equitativa de los recursos teniendo en cuenta el futuro.
Análogamente Bookchin (1982) se opone a la mentalidad tecnocrática, que redujo la realidad a simples recursos: naturales, humanos, urbanos. Frente a ello, lo central es destacar la idea de la interdependencia, o dependencia recíproca, implica diferencia y complementariedad frente al dualismo cartesiano, y propone abrir ambos ojos para mirar en todas las direcciones y de modo integral, acabando a la vez con la tendencia a la dominación, sustituyéndola por el cuidado, en línea con la noción de conservación y apoyo mutuo de Proudhon o Kropotkin, así como de la conexión entre el campo y la ciudad, entre la agricultura y la industria (p.275).
En las grandes religiones universales se intuyó también que la propiedad era un poder de simple administración y distribución. En la mentalidad bíblica sólo Dios tiene el dominio pleno sobre la naturaleza en cuanto creador de la misma, mientras que el poder del hombre es limitado, reducido al cuidado y administración; de ahí que la tierra no pueda venderse para siempre porque es de Dios (Lev. 25, 23). De otra parte se insiste en que la consumación es ecatológica; abarcará también a la tierra, destinada por Dios a una plenitud, hecha de fecundidad, riqueza de aguas y vegetación, reconversión del desierto en vergel (Is. 35, 1-10) (Moltman). Sólo Dios es señor de la naturaleza: el hombre es el administrador de la misma (2, 2, q. 66 a 2). El respeto al orden de la creación debe impedir que el hombre se convierta en su depredador, en su dueño incondicionado. Como se destaca en Génesis, 2, 15, el deber del hombre es de cultivar (abad) y de custodiar (samar). Comos e ha señalado, la actitud del custodiar dista mucho del mero ejercicio de un poder, sino que implica también una actitud de reconocimiento y de alabanza. El hombre es custodio de la creación en cuanto que reconoce que ella es un don del amor de Dios (Bonora). La actitud del hombre frente a la naturaleza debe ser el cuidado respetuoso, como reflejo del agradecimiento que se debe a Dios, a quien se debe todo cuanto tenemos, y que podía no haber sido recibido. Como decía Chesterton, lo que disponemos es algo dado, que como los restos del barco de Robinson podría no haberse conservado. En este sentido, conserva toda su validez el concepto tomista de propiedad como potestas procurando et dispensando, que proporciona un derecho a usar o transformar las cosas, ero nunca a destruirlas, a diferencia con lo que se daba en el viejo derecho romano y reaparece en el modelo dualista y tecnocrático, el ius abutendi. Por otro lado, ese derecho tiene un destinatario universal, todos los hombres presentes o futuros. Por ello lo que Santo Tomás afirmaba respecto a la obligación de no gastar más de lo necesario, ya que ello se debía por derecho natural al socorro de los pobres (2, 2, q. 66, a 7), cobra hoy toda su validez tanto en la relación con los menesterosos de la tierra, así como con las futuras generaciones (Gen. 9, 9). Preservar recursos para las futuras generaciones, evitando su sobreexplotación, era la base de la institución del año sabático (Lev. 25, 33), al tiempo que ocasión para el encuentro con Dios, que es quien hace fructificar el trabajo del hombre. “El séptimo año será un año de descanso para la tierra, sábado en honor de Jahvé”. El año sabático estimulaba la sobriedad, al tiempo que el sosiego, al sustituir el trabajo por la contemplación. La naturaleza sería ocasión de acceso a la veneración a Dios a través de lo Bello, lo que se perderá en la Modernidad por el influjo del utilitarismo (Moltmann).
Lo grave de la situación actual es que aumentado la dependencia del hombre respecto al resto de lo creado, debido al modelo depredador consumista, al tiempo que no ha aumentado la conciencia de su cuidado. O, dicho en otros términos, que el hombre ha perdido la humildad de reconocer su miseria, se dependencia del humus, y al mismo tiempo la de reconocer su grandeza, su capacidad de pensar, de ser providente. En definitiva, ha perdido el mínimo sentido de la pietas, del agradecimiento, y la responsabilidad ha perdido el dominio de su propio dominio. Ello le lleva en la actitud tecnocrático-consumista a confundir sus necesidades con simples caprichos con olvido de su responsabilidad con las futuras generaciones. Como ha señalado Juan Pablo II, en la Sollicitudo rei sociales, ap. 28, el consumismo conduce a la autodestrucción social, al hacer a los hombres esclavos de su posesión, perdiendo la conciencia de la jerarquía entre el ser y el tener, eliminando recursos no renovables y produciendo desechos no reciclables.
Resumiendo, para el ecologismo personalista la protección de la naturaleza resulta inseparable de la protección de los individuos peor situados de la especie humana. Es necesario modificar la economía de acuerdo con la idea de la solidaridad diacrónica, del desarrollo sostenible, y la política, de acuerdo con la noción de la solidaridad sincrónica planetaria, afirmando la principal responsabilidad de los países del Norte.
El ecologismo personalista defiende la prioridad de la persona y, junto a ello, una administración sostenible que defienda la diversidad biológica y cultural.
De acuerdo con los principios del ecologismo personalista, la razón práctica debe formular el nuevo imperativo categórico: “Obra de tal modo que tu nivel de consumo pueda convertirse en máxima de conducta universal por ser compatible con condiciones de vida dignas para la presente y futuras generaciones”.
La clave del ecologismo personalista es la prioridad de la no violencia, lo que le diferencia del darwinismo social, base del peligroso retorno de los fascismos. Y junto a la no violencia el no etnocentrismo y el no sexismo, mientras que el socialdarwinismo es militarista, sexista (desprecia a la mujer: debe ser insignificante intelectualmente) y es rabiosamente etnocéntrico (culto a la tradición sanguínea: ¡a los genes!). El nazismo fue la suma perversa de tecnocracia y naturalismo, y su mejor continuidad son los complejos militares industriales, que siguen causando infinidad de víctimas inocentes por acción u omisión. A la pacificación y desterritorización de la economía, con vistas a lograr la universalización del imperativo ético e el espacio y el tiempo.
La dificultad de plasmar las exigencias prácticas de este ecologismo personalista radica en la necesidad de superación del espíritu de las dos instituciones básicas de la Modernidad, el nacionalismo del Estado y el consumismo del mercado (Martín mateo, pp. 141 ss.). Hay que ir allende el mercado – para el que todo es venal – y del Estado – para el que todo es infrafronterizo –. Es el modelo actual de las ONG (ver Toulmin, Doxa, 13, p. 353). Para este modelo, la libertad coincide con la captación de la interdependencia y requiere un enorme esfuerzo intelectual y volitivo, ya que lo espontáneo es el egoísmo individual o colectivo. No en balde los liberales hablan del “orden espontáneo” del mercado, y los estatalistas, del “sano sentimiento del pueblo”, que lleva a odiar a los extranjeros. La solidaridad no puede surgir sino de la pietas familiar, en la que se aprende a tratar al otro como fin.

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